domingo, 8 de abril de 2007

LA PURIFICACIÓN DEL JUICIO POLÍTICO























NARRATIVAS DE JUSTICIA, POLÍTICAS DE RECONCILIACIÓN(*)



Gonzalo Gamio Gehri ¡**)










"¡Ares contra Ares luchará! ¡Justicia, con Justicia!"






(Esquilo, Coéforas 461 – 2)








"¡Fatuos mortales que tendéis el arco más de lo oportuno y recibís de la Justicia
innumerables males! Tomáis lecciones de los hechos, ya que no de los amigos. Y
vosotros, Estados, que podéis conjurar el mal por la palabra, dirimís vuestros
asuntos con la sangre, no con la palabra"









(Eurípides, Suplicantes, 745 -50).



¿Es posible superar la violencia a través de la deliberación pública como “fuente” de justicia?¿No es ésta una aspiración imposible, un anhelo que la “realidad efectiva” se ha encargado de desbaratar una y otra vez?¿Podemos diseñar procedimientos de justicia conmutativa que puedan purificarse de cualquier esquema retributivo basado en la venganza?¿Qué clase de comunidad política podemos esbozar desde un paradigma estrictamente cívico – dialógico de coexistencia social? Este tipo de cuestiones son de una excepcional importancia y gravedad, no sólo para la teoría política, sino para la confrontación concreta de los dilemas que plantean los procesos de justicia transicional en el Perú, en particular el trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR): memoria o silencio, justicia o impunidad, reconciliación sociopolítica o fragmentación. El propósito de este ensayo, más que intentar responder directamente estas preguntas (lo cual supondría una empresa que excedería largamente los límites de un artículo como éste), es ofrecer ciertos recursos conceptuales que podrían ayudarnos a comprender con mayor precisión el sentido y alcances de estas interrogantes y, acaso – con un poco de suerte -, brindarnos alguna pista que nos sirva de orientación para plantearlas en el terreno práctico.

Narrativa vital, katharsis política, justicia y conflictos prácticos; esta es la familia de conceptos éticos que pretendo discutir en el breve espacio que dispongo aquí. Como he señalado, el telón de fondo histórico que subyace a los argumentos que voy a esbozar en lo que sigue es el de la precaria transición política que vivimos en los últimos años. El Informe Final de la CVR por sí mismo es la encarnación de un esfuerzo fundamental por hilvanar una reconstrucción narrativa del conflicto armado interno, así como las perspectivas de reconciliación, a través de la reforma de nuestras instituciones, el ejercicio de la justicia y la reconstrucción de nuestros lazos sociales. Ninguno de los pasos de mi exposición perderá de vista este referente histórico y ético[1]; antes bien, me propongo desarrollar el problema del “cambio de paradigma de justicia” que va de la venganza hacia la política – giro conceptual que sin duda constituye el hilo temático del proyecto de reconciliación que pretende impulsar lel trabajo de la CVR – a partir de una reflexión crítica sobre la Orestiada, la célebre trilogía trágica de Esquilo. En más de un sentido, el reto que el crimen de Orestes y el acoso implacable de las erinias plantean a Atenea y a la polis ateniense – la consideración racional de los conflictos desde los foros correspondientes a los tribunales y los espacios públicos – es el mismo que ha asumido la sociedad peruana frente al reto del esclarecimiento de su memoria histórica, el logro de la justicia y la refundación de la res pública.

Comencemos con el tema de la narrativa, entendida como la figura concreta que puede asumir el tema de la verdad en el contexto de una reflexión sobre la praxis. Una acción – o un conjunto de acciones – es inteligible desde un punto de vista ético cuando podemos interpretarla a la luz no sólo de los eventos o estados de cosas que ella genera, sino desde el complejo entramado de creencias, valoraciones y situaciones a partir del cual ella logra desplegarse en el tiempo y en el espacio de las relaciones humanas[2]. Dar cuenta de esas conexiones hace posible comprender tal acción como parte de un modo de vida o de un proyecto vital; sin referencia a este entramado ético, la acción carece de significado práctico y no puede convertirse en objeto de juicio ni de deliberación. Este ejercicio de articulación y argumentación asume la forma de un relato a partir del cual los agentes individuales – o las instituciones – reconstruyen sus acciones y decisiones dando cuenta de los fines que perseguían con ellas y de los contextos mundano – vitales en los cuales y desde los cuales tenían lugar[3]. Esta narración es siempre retrospectiva, esto es, supone el ejercicio de la memoria como disposición crítica que explicita las experiencias del pasado en vínculo directo con el presente[4].

La inteligibilidad de la propia identidad – tanto personal como colectiva[5] - dependerá en buena medida de la comprensión del lugar de la vida del individuo o de la comunidad en el curso de una narración inteligible que es siempre una historia de relaciones. “No hay modo de entender ninguna sociedad, incluyendo la nuestra”, sostiene Alasdair MacIntyre, “que no pase por el cúmulo de narraciones que constituyen sus recursos dramáticos básicos. La mitología, en su sentido originario, está en el centro de las cosas”[6]. Todo grupo social, para definir su propio carácter como tal, se remite a una cierta reconstrucción narrativa de su pasado, que permite reconocer el surgimiento de instituciones, sistemas legales y valores que encarnan un conjunto de aspiraciones y creencias que funcionan como tele. Estos relatos constituyen el “horizonte hermenéutico” de la autocomprensión de una comunidad. Es por ello que el trabajo de aedas, poetas, compositores de tragedias y trovadores era al menos tan apreciado como la posterior labor del teórico social y el crítico[7]. Las crisis sociales – como la que hemos vivido bajo el conflicto armado interno – exigen que quienes cuentan la historia observen los giros narrativos y aun las rupturas que afronta el curso de la vida de la comunidad[8]. El desarrollo de la crítica o la composición de relatos rivales suscitan ordinariamente nuevas tareas y retos para el ejercicio narrativo.

Las narrativas están siempre (y deben estar) expuestas a la controversia y cuestionamiento racional. El debate le da sentido a su existencia. Es posible y frecuente incluso que los mismos eventos que se relatan susciten conflictos de interpretación. Las narrativas están expuestas tanto a la incoherencia y al autoengaño, como a la confusión y a la incredulidad. Cuando dos o más narrativas entran en conflicto, es preciso - para intentar “resolver” racionalmente estas controversias - reconocer tres “pautas epistemológicas” que permiten de un modo razonable juzgar la mayor plausibilidad de alguna de las narrativas sobre las demás: i) Correspondencia con los hechos vividos ii) Coherencia lógica y observancia de los estándares de validez públicamente admitidos iii) Un mayor grado de complejidad en la articulación de valores, acciones y fines que la narrativa rival, esto es, la capacidad con que una narrativa esclarece mayores aspectos de la acción o los hechos que su competidora, resuelve incoherencias que genera el relato rival o “echa luces” sobre el sentido o las posibilidades abiertas por tales acciones. Estas formas de validación racional hacen patente el carácter consensual y provisional de la “verdad” a la que las narrativas aspiran. Siempre es posible que el debate sea reabierto o que surjan en el futuro nuevas interpretaciones que compitan con las que son admitidas hoy. Como señala agudamente MacIntyre, una reconstrucción narrativa es considerada “verdadera” o “racionalmente plausible” cuando podemos decir que se trata de “la mejor visión que alguien ha sido capaz de dar hasta ahora, y que nuestras creencias acerca de cuáles son los rasgos de ‘mejor visión hasta ahora’ cambian de maneras que son impredecibles en el presente”[9].

1.- Tragedia y política. El sentido ético – político de la katharsis.

¿En qué sentido la reconstrucción narrativa de nuestra historia reciente puede ser entendida – al menos en un sentido importante – desde el horizonte de la tragedia? No cabe duda que en las Audiencias Públicas de la CVR, en los miles de testimonios de madres y esposas de desaparecidos y torturados por los grupos subversivos o por agentes del Estado, en el dolor de los nativos ashaninkas esclavizados y condenados a la muerte social por miembros de Sendero Luminoso, podemos percibir la resonancia del llanto de las mujeres de Ilión en Las Troyanas, la denuncia incansable de Electra ante el asesinato de su padre, o la desesperación de las suplicantes de Argos, clamando ante el pueblo de Atenas que se les permita recuperar los cadáveres de sus parientes muertos en la guerra contra Eteocles[10]. La tragedia griega constituye una de las primeras formas literarias en las que se hace explícita, con particular intensidad, una comprensión narrativa de la experiencia humana de la exclusión y la crueldad. Volver sobre ella puede permitirnos recuperar un modo relevante de expresar el dolor provocado por la injusticia, así como la exigencia incondicional de reconocimiento y reparación del daño.

Consideremos en primer lugar el sentido del drama trágico, y su peculiar función ético – política. En un célebre pasaje de la Poética, Aristóteles señala que la tragedia pretende, a través de la representación (mímesis) de las acción y del curso de una vida (práxeos kai bíou), “realizar, mediante la compasión y el temor, la katharsis de las experiencias de este género”[11]. Es importante precisar qué se entiende aquí por “katharsis”. Como es sabido, este término proviene originariamente del vocabulario específico de la práctica médica, y se refiere al proceso por el cual el organismo se “purifica”, se “limpia” de impurezas a través de la administración de medicamentos. Analógicamente, esta expresión adquirió una dimensión práctica, que se aplica al espectáculo trágico, y a través de este, se proyectó al campo de la práctica política. Las acciones que los personajes desarrollan, o las circunstancias que estos deben afrontar producen en nosotros “compasión” y “temor”. A través de estas experiencias el agente forma tanto su intelecto como su carácter[12]. La deliberación y la percepción de los conflictos que el héroe trágico experimenta (conflictos en los que a menudo se enfrentan bienes o males imcompatibles, de modo que resulta imposible sustraerse a la pérdida de algún elemento valioso para el propio modo de vida[13]) contribuyen con la adquisición y configuración de hábitos emocionales y formas encarnadas de discernimiento práctico que preparan a los individuos para el ejercicio de la actividad política y en general el cultivo de los vínculos sociales. La katharsis alude entonces al proceso intelectual y emotivo de clarificación ética que permite al ciudadano evaluar críticamente diferentes formas de pensamiento, valoración y acción que tienen lugar en la escena trágica, pero que podrían asumir una figura concreta en el espacio público.

No debemos perder de vista los modos de experiencia, las pasiones que provocan la katharsis en el “espectador” de las tragedias. La compasión constituye un sentimiento moral de primera importancia, en tanto su percepción presupone la proyección empática del agente, la capacidad de ponerse en el lugar del otro – especialmente de aquel que se encuentra en una situación desgraciada e injusta – a través de la imaginación y la reflexión; sólo así podemos “padecer con” el otro. En la Retórica, Aristóteles define la compasión como “un cierto pesar ante la presencia de un mal destructivo o que produce sufrimiento a quien no se lo merece y que podríamos esperar sufrirlo nosotros mismos o alguno de los nuestros”[14]. El temor, por su parte, evoca la experiencia de sufrir a causa de un posible o imaginario mal venidero[15]. En uno y otro caso, se trata de emociones que nos conmueven en tanto proyectamos el yo en el tú; son afecciones del alma que nos mueven a reconocer el carácter incierto y frágil de los asuntos humanos: “podría haberme pasado a mí”, “¿Cómo reaccionaría yo ante tal dolor o tamaña injusticia?”. Es esta operación de nuestra imaginación y nuestra sensibilidad la base para poder eventualmente actuar en favor de quien padece opresión o violencia.

La experiencia de lo temible y de aquello que es digno de piedad constituye una fuente crucial para el aprendizaje moral y la forja del juicio ético – político, pues nos mueve a apreciar el cuidado de nuestras relaciones, y nos empuja a deliberar acerca de nuestras reacciones afectivas y nuestros compromisos con los demás. La katharsis consiste – señalábamos – en un proceso de clarificación del intelecto y los afectos conducente a la articulación de juicios lúcidos y sensatos, sensibles a las situaciones de injusticia[16]. Se trata de depurar de nuestra razón y sensibilidad - a través de la experiencia de circunstancias concretas – de todo aquello que nos impide elaborar juicios de esta clase. Justamente uno de los grandes temas de la tragedia es el de la ceguera voluntaria, la incapacidad de determinados personajes (p.e. Creonte, Edipo, Jerjes), ya sea por error en el razonamiento, por falta de voluntad o por insensibilidad frente a la posición de los demás, de actuar con prudencia y buen sentido en determinadas situaciones. Esta es una forma particular de hybris, la negativa a reconocer los elementos que constituyen una circunstancia compleja que exige nuestra atención e intervención como agentes finitos. La paideia trágica busca desarrollar en los ciudadanos el cultivo de la phrónesis, la “mirada” atenta del intelecto y la percepción a los sinuosos hilos de la urdimbre narrativa de los contextos de la acción.

No es posible para el ciudadano – y en general para el agente humano – evadir conflictos éticos desgarradores, ni siquiera situaciones de indefensión o vulnerabilidad frente a fuerzas externas, o frente a circunstancias injustas. Pertenecer a comunidades políticas fuertes e inclusivas – fundadas en la participación activa de sus miembros y en la solidez de sus instituciones – puede ofrecernos diversos recursos legales y cívicos para defendernos de la arbitrariedad y la injusticia, pero no nos inmuniza completamente contra el daño y la violencia. Cuando la experiencia del dolor y la lucha contra el daño son ineludibles, el sufrimiento (en la figura de la propia desgracia y en el cuidado de las víctimas de la ceguera voluntaria y otros modos de ate) debe ser fuente de saber, de purificación del juicio, de lo contrario, tales vivencias se tornan experiencias vanas y carentes de relevancia espiritual y política. En otras palabras, aprender a través del dolor. Esto constituye el corazón mismo de la sabiduría trágica, auténtica forma de paideia - que hunde sus raíces en la propia religiosidad griega -, consistente en la formación del carácter que no retrocede ante la desesperación, en tanto el trabajo con lo negativo genera formas complejas de conocimiento y discernimiento práctico.





“Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con
fuerza de ley que se adquiera la sabiduría con el sufrimiento. Del corazón gotea
en el suelo una pena dolorosa de recordar e, incluso a quienes no lo quieren,
les llega el momento de ser prudentes.”[17]


Este potencial educador hacía de la tragedia el ritual ético - político y religioso por excelencia en la antígua Atenas. La discusión pública y académica de los conflictos de valor planteados en las tragedias era una práctica común en tiempos de Platón y Pericles; sin duda la misma organización del evento, y la escenificación del drama constituían un acontecimiento espiritual.. En la propia puesta en escena de la tragedia, la distinción entre los participantes y los espectadores del drama puede considerarse relativa en más de un sentido: los actores y los miembros del coro eran fundamentalmente ciudadanos comunes, que ofrecían en un espectáculo abierto una representación de la condición precaria, contingente y vulnerable, pero irreversible, de las acciones humanas, y sus efectos decisivos en la propia polis. La tragedia nos recuerda lo que los hombres podemos hacer contra nuestros semejantes cuando nuestras falsas certezas, nuestros prejuicios y nuestros escasos poderes de previsión y control sobre nuestro entorno se hacen añicos: la tragedia nos recuerda que, como sentencia Tiresias en Antígona, “la buena deliberación es la mayor de las riquezas”[18] . Constituye también una invitación a escuchar la voz de los débiles o de aquellos que a primera vista no comparten nuestro ethos, aquellos que pertenecen a otras culturas o que incluso hablan otra lengua – piénsese en el coro de Las troyanas, o en el dolor en el que queda sumida la corte de Jerjes en Los persas (compuesta por Esquilo poco tiempo después de que Atenas venciese en Platea) - y que, sin embargo, pueden efectivamente sentir como uno siente.

Creo que es posible considerar la recepción y discusión del Informe Final de la CVR a la luz del ejemplo de la sabiduría trágica y sus consecuencias para la construcción de la ciudadanía. El imperativo de la reconciliación que ha inspirado el trabajo de la CVR exige el conocimiento de los hechos de violencia que marcaron el conflicto armado interno, en el contexto del esclarecimiento de sus causas, así como el reconocimiento de la responsabilidad de los actores de la violencia, de las autoridades civiles, las diferentes instituciones sociales, y de los ciudadanos en general. Cada uno de nosotros, desde el lugar que ocupaba en las instituciones del Estado o de la sociedad civil, acaso pudo hacer algo para que la situación de violencia y de desamparo político de las zonas más empobrecidas del Perú hubiese podido ser combatida desde la Constitución y el cultivo de la civilidad. En el Discurso de presentación del Informe Final, Salomón Lerner señalaba que como resultado de sus investigaciones, la CVR constataba “un doble escándalo”: por un lado, el escándalo de la violencia y la exclusión, y por otro, el de la indolencia de millones de peruanos que, en la comodidad de sus hogares, se mostraron indiferentes o condescendientes frente a las desapariciones forzadas, las torturas o las agresiones sexuales perpetradas por los grupos terroristas o por algunos efectivos de las Fuerzas Armadas. Todo esto equivale a decir que no supimos juzgar adecuadamente, que fuimos insensibles ante el dolor de miles de compatriotas, que fuimos incapaces de reconocer en el campesino de Ayacucho o en el ashaninka a un conciudadano, a uno de nosotros. Incurrimos así en la ceguera voluntaria que las tragedias lamentan y condenan. Justamente aquella tendencia a mirar hacia otro lado cuando se violan los derechos de otros ciudadanos – actitud que ha sido llamada con razón “injusticia pasiva”[19] – muestra hasta que punto la sociedad en la que vivimos no puede ser comprendida estrictamente en los términos de una comunidad política.

Pero precisamente el reto de la reconciliación consiste en la reconstrucción del “acuerdo social” que constituye el horizonte público de la constitución del orden legal y el sistema de instituciones que vertebra nuestra vida en común. Por “reconciliación” entendemos un proceso de conversión comunitaria en lo social y lo político, que sustituye la violencia (en cualquiera de sus formas) por la deliberación pública y la observancia de los procedimientos democráticos como criterios medulares del tratamiento de los conflictos al interior de la comunidad política. No obstante, resulta imposible regenerar el tejido social – reconfigurar nuestros lazos y nuestras instituciones – si la ciudadanía no afronta la amarga pero importante experiencia de saber qué pasó realmente en el tiempo de la guerra subversiva. Sólo desde la recuperación pública de la memoria es posible asignar responsabilidades, hacer justicia y reconsiderar dialógicamente los vínculos entre los diversas culturas, credos y razas que conforman la sociedad peruana.

La publicación del Informe Final de la CVR no constituye sino un hito en el proceso de transición democrática y reconciliación civil, un proceso largo y complejo cuyo buen rumbo depende del compromiso ético - cívico de cada institución y de cada ciudadano, de su capacidad de deliberar y de involucrarse intensamente en el proyecto de construir un destino común de vida. En este sentido, la CVR no ha pretendido convertir el Informe Final en un texto que expone simplemente la verdad de los hechos de violencia suscitados en el periodo 1980 – 2000; antes bien, el Informe Final tendría que ser entendido como una historia narrativa que aspira a hacerse plausible de acuerdo con los estándares de justificación racional admitidos en el presente. Se trata de una investigación interdisciplinaria rigurosa, comprometida con la transición y con la construcción de una ética pública en el país. Es un documento relevante para la reconstrucción de nuestra historia reciente porque recoge el testimonio de los testigos de la violencia, especialmente las víctimas, cuya voz no había sido antes escuchada. Se trata de una interpretación general del proceso de violencia vivido que puede y debe ser confrontado con otros relatos y argumentos. Lo que se busca no es, ciertamente, constituir sin más otra “historia oficial”, sino configurar – a partir de la discusión cívica de ese material crítico – espacios públicos abiertos a la reconstrucción intersubjetiva del pasado y sobre todo apunta a la cimentación del diálogo en torno a las posibilidades sociales y políticas de inclusión y la constitución de ciudadanía activa. El proceso político que procura impulsar la CVR lograría afirmarse si el documento del Informe Final se convierte en foco de un debate público en los espacios comunicativos al interior de la sociedad civil y el propio Estado. La confrontación con la experiencia del dolor y la fractura social, la reconstrucción de la memoria, la discusión sobre las interpretaciones posibles del conflicto armado interno y sobre los programas socio – políticos que pretendan “refundar” nuestra institucionalidad democrática bien pueden contribuir a provocar la katharsis de nuestro juicio y sensibilidad cívicas, y así apuntar hacia la formación de una nueva cultura política. Sólo de esta manera sería posible culminar este trabajo de duelo nacional que el debate sobre el conflicto armado interno ha generado entre nosotros.

No obstante, puede decirse con claridad que aun estamos lejos de la experiencia pública de la katharsis respecto de la violencia vivida. Preocupa la relativa indiferencia y hostilidad con las que el Informe Final de la CVR ha sido recibido por el Estado y la sociedad. La “clase política” ha asumido una actitud ora agresiva, ora silente respecto de la historia narrativa propuesta por los comisionados. Los medios de comunicación han perdido ya el interés por lo que consideran una “noticia antigua”. Muchas autoridades y no pocos ciudadanos prefieren que la verdad sobre el conflicto armado interno continúe en el subsuelo del olvido. Para las víctimas, esta es verdaderamente una noticia terrible: cuando se impide que la experiencia del dolor y la violencia - y las exigencias de reparación y justicia - se mantenga inexpresada en el espacio público, se condena estas dramáticas vivencias y estos males al silencio y, en más de un sentido, a la inexistencia[20]. De este modo, la justicia cede su lugar a la impunidad y la reforma de nuestras instituciones queda en el plano de la teoría y los buenos deseos. Para un sector de la autodenominada “clase dirigente” del país, el aprendizaje práctico a través del sufrimiento no cuenta, campea el miedo a la búsqueda común de la verdad. Lo que está en juego en todo esto es, en definitiva, el futuro mismo de la transición democrática[21].

Si lo que ha de definirse aquí es la forma en la que concebimos y regulamos nuestras relaciones y precisamos las direcciones que configuran nuestro destino común, entonces el problema fundamental del proyecto de transición política es el de la justicia. Nuestro dilema quizá sea aquel que tan agudamente describe Eurípides en el pasaje de Las suplicantes que sirve de epígrafe a este ensayo: conjurar el mal, la violencia, la exclusión, resolver nuestros (inevitables) conflictos con la violencia, o con la palabra, es decir, a través de la práctica política. Creo que este es el dilema que también plantea la CVR a través de su Informe Final, el tránsito racional de la violencia hacia la deliberación pública como hilo conductor de nuestra historia narrativa. Se trata de un ejercicio de argumentación y interpretación sumamente complejo y delicado, en el que al menos en parte se define nuestra identidad política. Por fortuna, contamos con un antíguo ejercicio narrativo que puede servirnos de ejemplo. Se trata de La Orestiada de Esquilo.

2.- La Orestiada y el conflicto de interpretaciones de la justicia.

El tema de La Orestiada es la superación de la concepción “cósmica” de la justicia (díke) – expresada en la vindicación de la cadena de venganzas como modo de restituir el orden de las relaciones humanas – en la visión política de la justicia (dikaiosyne)[22], centrada en el ejercicio de la deliberación cívica al interior de espacios públicos e instituciones libres. Para el nuevo paradigma, la orientación de la conducta y la retribución de bienes y males es configurada por un trasfondo de reglas establecido intersubjetivamente sobre la base de la presencia de los lazos ciudadanos, vínculos que subyacen a toda forma de entendimiento común. El drama del príncipe argivo Orestes, el logro de su absolución ante el tribunal erigido por Atenea en el Areópago, bien podría ser considerado como la concreción de este cambio de paradigma y el acto fundacional de la racionalidad pública.

Es en general conocida la historia de Orestes, quien regresa de incógnito a Argos tras enterarse del asesinato de su padre Agamenón, a manos de Clitemestra – su esposa – y de su amante Egisto. Ha consultado al oráculo de Apolo sobre lo que debería hacer frente a este crimen: acabar con la vida de los asesinos del rey (sin que el vínculo familiar lo impida) y reconstruir el orden político legítimo o renunciar a tales acciones por respeto y temor a la maldición de su madre. El dios le ha ordenado que tome venganza y restituya la Casa de su padre; de lo contrario, grandes males caerán sobre él y sobre el pueblo de Argos. Si bien no conviene desoir el parecer de los dioses, Orestes duda ante la posibilidad de asesinar a su propia madre, aunque este acto sea imprescindible para recuperar el “orden justo” en la ciudad. Así, cuando Orestes y su amigo Pílades han logrado introducirse furtivamente en el palacio real, con la sangre de Egisto en las manos, el príncipe retrocede frente al cuerpo indefenso de Clitemestra. Es la violenta exhortación de Pílades lo que empuja a Orestes a cumplir con los designios del oráculo. No obstante, pese a contar con la anuencia de los olímpicos, al matricidio perpetrado por Orestes le corresponde un castigo terrible: las erinias – las terribles deidades de la sacra venganza contra aquellos que atentaron contra su propia sangre – deben atormentar al asesino con sus terribles cánticos, logrando en primer lugar que abandonen su ciudad, luego lo debilitarán bebiendo su sangre hasta forzarlo a suicidarse.

Las erinias se entienden como piezas de un mundo que es concebido como un orden sagrado inmutable. El universo es una totalidad organizada a partir del equilibrio entre fuerzas contrapuestas, equilibrio que rige tanto en lo relativo al ámbito de la naturaleza – pensemos en la explicación de la preservación del orden en el devenir de las estaciones en Anaximandro, o en la cosmología parmenídea esbozada en la última parte de su Poema - como en el de los asuntos humanos; el kósmos entero es percibido como articulado jerárquicamente; los astros, así como los estamentos sociales, ocupan un lugar preciso e inconmovible en dicho orden. Cada cosa - incluido cada miembro de la comunidad - cumple una función especial al interior de la totalidad, preservando la armonía en el juego de fuerzas que la sostiene. Si cada uno hace lo que le corresponde hacer según su condición (esto es, de acuerdo al lugar que uno ocupa en el kósmos), entonces la Justicia y el Derecho – Díke y Themis – están satisfechos. El crimen es concebido como una convulsión en el equilibrio cósmico, que debe ser restablecido a través del castigo. Heráclito sentencia en uno de sus fragmentos que “el sol no trapasará las límites que le están prescritos, en caso contrario las erinias, ejecutoras de Díke, lo perseguirán” (Fr. 94).. En esta visión de las cosas, el tormento y el dolor físico eran considerados los medios para rehabilitar el orden convulsionado. Michel Foucault es quien mejor ha estudiado la estrecha relación (común a los griegos, como a las culturas orientales e indoamericanas) entre una concepción metafísico – religiosa del mundo social como un organismo y la presencia del ritual del suplicio como forma eminente de punición[23].

Este es el modelo más arcaico de justicia, en el que la sangre se paga sólo con la sangre. La venganza aparece como el instrumento para devolverle la honra al orden natural que ha sido degradado por el crimen, la única forma de que las cosas vuelvan a su lugar originario. La estabilidad del ordo es concebido como el Bien sumo. Lo que se busca a través de la punición es recuperar la relación igualitaria entre los involucrados en situaciones delictivas en lo relativo a provocar y padecer el daño. La sangre derramada sobre la tierra no desaparece hasta que la vida del asesino es tomada por el vengador. En las dos primeras tragedias que componen La Orestiada, esta perspectiva no es puesta en cuestión, en tanto encuentra su fundamento en la inmutable ley que organiza las fuerzas de la naturaleza.




“La amarga punta de la espada que llega cerca de los pulmones, produce una
herida que atraviesa a Justicia, pisoteada en el suelo, lo que conculca la ley
divina, cuando alguien ofende a la absoluta majestad de Zeus de modo
ilegítimo.

Pero el cimiento de Justicia tiene firmeza y, forjador
de espadas, funde el destino de antemano el bronce, y, con el tiempo, trae un
hijo a su casa, para castigar la mancilla de sangres más antiguas derramadas, la
ilustre Erinis que, en lo profundo de su espíritu, mantiene los deseos de
venganza “ [24].



La herida suscitada por el crimen, el dolor de las víctimas y el anhelo de justicia requieren del discurso para ser expresados como es preciso. Este es un tema crucial para el develamiento de la inteligibilidad del daño sufrido que Esquilo examina bien en La Orestiada. En los pasajes iniciales de Las Coéforas, Electra[25] se ve forzada a participar en las libaciones y sacrificios ante la tumba de Agamenón, rituales fúnebres organizados por los homicidas con el fin de contener la ira subterránea del rey asesinado. Electra forma parte de este sombrío cortejo, a pesar que ella espera secretamente que Orestes retorne de su destierro y castigue a los criminales. Sumida en la vergüenza y en la ira, se pregunta cómo puede ella orarle a los dioses tutelares de la familia y el Estado, qué debe decir al invocar a los dioses de abajo ¿Cómo puede ella dirigirse a su padre muerto en las ceremonias que su asesina ha organizado con el fin de purificar sus culpas? Es preciso que todo ese inmenso dolor e indignación pueda traducirse en un lenguaje que le otorgue poder, y sirva para implorar justicia a los dioses moradores del Hades y a los espíritus de la venganza. Aquí las exigencias de la justicia coinciden claramente con las de la piedad. En su desesperación, pide consejo al grupo de esclavas troyanas que la acompañan – que habían sido llevadas a Micenas por la fuerza, como parte del botín de guerra por mandato del propio Agamenón - y que conforman el coro de la tragedia. Ellas, que han sido y son víctimas de la injusticia, y que conocen en carne propia la lacerante pérdida del ser amado, saben lo que se tiene que decir en este trance. El diálogo que entablan es bastante elocuente.




“ELECTRA - ¡Qué debo decir? Enséñamelo como a una inexperta.
CORIFEO - ...que
venga sobre ellos un dios o un mortal.
ELECTRA - ¿Te refieres a un juez o
vengador?
CORIFEO – Dí simplemente: “cualquiera que dé muerte por
muerte”.
ELECTRA - ¿Es piadoso que yo reclame eso a los dioses?
CORIFEO –
¿Cómo no va a serlo devolver mal por mal al enemigo?”[26]



Hermanadas en el profundo dolor provocado por la muerte de los suyos y la pérdida del hogar y de la polis, las esclavas se erigen en maestras de Electra en lo que respecta a la invocación de la venganza y la recuperación del equilibrio. La expresión del dolor ante la acción desmesurada del criminal, el llanto frente al espectáculo de la sangre derramada ilegítimamente por una mano mortal, pone en marcha la rueda igualadora de Díke. El obvio problema con esta concepción ético – cosmológica de la “justa venganza” es que condena a los agentes a ingresar a una espiral de violencia y muerte que no tiene un final expreso. El crimen compromete entera a la estirpe de los argivos; en palabras de la infortunada Casandra, “la casa exhala muerte que chorrea sangre”[27]. En efecto, el crimen de Orestes tiene su origen en el asesinato de Agamenón, pero esta muerte ha sido a su vez causada por el sacrificio de Ifigenia, llevado a cabo por su propio padre. Las desventuras de la casa de Argos, indica una y otra vez el poeta, se derivan del comportamiento criminal del propio Atreo, quien dio de comer a su enemigo, su hermano Tiestes, los cadáveres de sus hijos. En fin, si cada hecho de violencia desencadena el retorno de la lógica del pago de la sangre, uno podría preguntarse qué nuevo asesinato tendrá como víctima al nuevo vengador. La sangre derramada por el crimen jamás desaparece de las manos del homicida, hasta que el delito es castigado. Las hijas de la Noche, que en Las euménides conforman el mismísimo coro trágico, son las tenebrosas guardianas del equilibrio cósmico; ellas velan porque el crimen (una y otra vez) no quede sin castigo. Descubren al criminal por el rastro “de la sangre que gotea”. Las erinias – escribe Hegel en el agregado al § 101 de los Principios de Filosofía del derecho – “duermen, pero el delito las despierta, y es así que el propio hecho es el que impone su consecuencia”[28].








“CORO- Creemos que con rectitud defendemos la justicia. Contra el que nos
presenta las manos limpias, nunca nuestra cólera se precipita, y pasa sin daño
toda su vida. Pero, cuando alguno, como este varón, tras haber cometido un
delito, oculta sus manos manchadas de sangre, como firmes testigos de los que a
sus manos murieron, aparecemos ante su vista y nos ponemos a su lado para
hacerle pagar hasta el fin la sangre vertida”[29].








La Orestiada pretende mostrar en qué medida es posible sustituir este modo de pensar la justicia por uno nuevo, en el que el correlato entre crimen y castigo encuentre una mediación pública y racional. En palabras de Paul Ricoeur, ase trata de que la emergencia de la dimensión civil de la justicia suponga la “suspensión de la venganza”[30]. Orestes ha seguido la recomendación del oráculo y ha cumplido con los rituales de purificación que lavan la sangre de su víctima, pero esta operación no aplaca ni un ápice la ira de las erinias. Entonces recurre a Atenea, quien ofrece una salida completamente novedosa: propone al príncipe argivo y a las diosas oscuras someter esta disputa a un tribunal ateniense, ante el cual cada una de las partes pueda dar cuenta de su versión de los hechos, y la versión de los testigos pueda ser escuchada por un jurado compuesto por ancianos venerables y ciudadanos notables de la polis. Ella no puede resolver por sí misma este terrible conflicto, genuinamente humano, pero sí puede contribuir a generar las condiciones mundano – vitales para que ellos lo comprendan y afronten como agentes racionales.








“ATENEA - Pero, ya que este asunto se ha presentado aquí, para entender en
los homicidios, elegiré jueces, que a la vez que sean irreprochables en la
estimación de la ciudad, estén vinculados por juramento, y los constituiré en
tribunal para siempre”[31].








Lo que la diosa está planteando es transformar lo que se concibe inicialmente como la confrontación de fuerzas enemigas en un litigio. Por ello señalaba que podemos referirnos a esta declaración como la fundación mítica de la racionalidad pública. Lo que se busca es contemplar este conflicto bajo una nueva luz, que la sangre ceda su puesto a la palabra como horizonte desde el cual el conflicto es abordado y pretende ser resuelto. La solución del problema ya no depende del mero arbitrio y el pathos de los afectados; más bien se confía en el desarrollo de un procedimiento deliberativo. “Mientras la venganza hace cortocircuito entre dos sufrimientos, el padecido por la víctima y el infligido por el vengador, el proceso se interpone entre los dos, instituyendo la justa distancia (entre ambos)”[32]. Una de las condiciones de esta nueva forma de comprender la justicia supone la existencia de un tercero (el juez, y, más allá de este, la institución judicial y el estado de derecho mismo) “que está cualificado para abrir el espacio de la discusión”[33]. El debate público es el modo en que el conflicto debe ser afrontado.

El tribunal se convierte en un espacio abierto a las razones de las partes y al ejercicio de la crítica. La sustitución de la venganza por la justicia comunitaria supone un movimiento de conversión integral respecto al sentido de las relaciones humanas. No es casualidad que Atenea haya erigido este primer tribunal en el Areópago, literalmente, “colina de Ares”. Resulta interesante caer en la cuenta de que es precisamente un lugar sagrado dedicado al dios de la guerra y la ira el lugar elegido para discutir acerca del crimen de Orestes. En el habla griega de la época en la que Esquilo compuso sus obras se utilizaba la expresión “un Ares” para referirse metafóricamente, por ejemplo, a un hombre enfurecido o al sentimiento exacerbado de la ira. En los siglos venideros, en el Areópago se celebrarían las querellas judiciales, las asambleas ciudadanas y los debates filosóficos. Ese sería el lugar donde mucho tiempo después San Pablo se dirigiera a los atenienses para hablarles del dios desconocido (Hechos 17). El que se convirtiese en el lugar del culto de la civilidad y el entendimiento común pone de manifiesto las intenciones de Atenea y la polis de erradicar la violencia y la cadena de venganzas como expresión de la emergencia de la justicia.

Las erinias han aceptado la proposición de Atenea porque confían en la insondable antigüedad de la justicia vengadora, pues defienden un orden que imperaba aun antes del nacimiento de los olímpicos. Ellas velan porque el infractor de la legalidad cósmica obtenga lo que merece. Las erinias consienten en comparecer ante el tribunal humano porque saben que la función que cellas cumplen hace posible de facto la convivencia entre los hombres: sin la existencia del temor al castigo nadie respetaría la vida y privilegios de los demás. No sospechan que, al aceptar las condiciones de Atenea, están concediendo luchar usando las armas del adversario. No es que la justicia pública desdeñe el importante lugar de la punición en la regulación de la conducta; lo que cambia es la visión general de la relación delito – castigo; el crimen es una lesión no ya al orden de las cosas, sino una herida generada en el orden legal, un sistema de normas e instituciones que el hombre ha configurado actuando en concierto. La justicia es concebida como una construcción comunitaria, fundada en los argumentos y convicciones que ciudadanos y legisladores esbozan en espacios públicos de interacción y debate. Es nómos, y no propiamente physis. Por ello las erinias contemplan espantadas el espectáculo del dios que interviene en el proceso – Apolo comparece como testigo - admitiendo las reglas que ha fijado el tribunal ateniense, esto es, sometiéndose a la autoridad de las instituciones humanas.

No vamos a detenernos en los detalles del proceso y la sentencia; ello nos llevaría demasiado lejos del tema central de este ensayo. No obstante, es preciso señalar que el jurado, luego de deliberar y examinar cuidadosamente las características del litigio, vota, dando como resultado un empate. La posición que pretende declarar culpable a Orestes y aquella que considera la opción más razonable el que sea absuelto parecen anularse a juicio del Consejo. Probablemente con ello Esquilo intentó manifestar que se trataba de un caso enormemente complejo, que las razones que respaldaban una de las opciones no lograban debilitar del todo los argumentos que sostienen la perspectiva contraria. Atenea se ve forzada a votar, y así dirimir esta cuestión. Movida expresamente por el respeto al compromiso de Orestes con la Casa paterna, con el régimen político de su ciudad, así como por su declarada insensibilidad para con los bienes de la maternidad, la diosa se pronuncia en favor de la causa del hijo de Agamenón. Ahora lo que la divinidad debe hacer es apaciguar la profunda cólera de las erinias, terriblemente contrariadas con el veredicto.

El discurso que Atenea dirige a las erinias es una pieza maestra de retórica política; por sí mismo, se trata de un elogio de los poderes de la racionalidad pública tanto como un ejemplo de su ejercicio. Con ayuda de la palabra, la diosa conseguirá calmar la temible ira de las hijas de la noche que, sintiéndose burladas, tenían pensado asolar la ciudad y convertir en infértiles a todos los varones atenienses. Subraya Atenea en primer lugar la manera cómo en un principio la votación ha concluido en un empate; de este modo, la diosa sugiere que la postura de las erinias no ha sido realmente derrotada, la causa de Orestes ha triunfado sólo en tanto que Atenea ha tenido que pronunciarse, forzada por la indeterminación del resultado. En segundo lugar, precisa que lo que ha sido celebrado ese día no sólo ha transformado la práctica de la justicia, también ha sellado una alianza sagrada entre el demos ateniense y las erinias. Estas abandonarán su húmeda morada subterránea, para habitar por siempre la polis democrática, protegiendo espiritualmente el ejercicio de la justicia en los tribunales, y castigando a quienes transgredan el nomos. Las erinias dejarían de ser así criaturas temidas y despreciadas por los dioses y los mortales y se convertirían en las guardianas de la ley y los procesos de justicia. Se transformarán – en virtud del culto que los ciudadanos ahora le rinden – en las euménides (esto es, las “bien mencionadas”). De esta manera, la función religiosa y social que cumplían las erinias en la cosmovisión arcaica es asimilada por el nuevo orden, en el nuevo marco de las instituciones civiles.








“ATENEA – Como van a llevar a cabo esto amorosamente para mi tierra, yo
resplandezco de alegría y amo los ojos de Persuasión, que vigiló mi lengua y mi
boca frente a estas deidades que rehusaban de modo salvaje. Pero ha triunfado
Zeus, el protector del diálogo en las asambleas, y vence para siempre
nuestra rivalidad en el bien”[34].









3.- Consideraciones finales. Conflictos, justicia y construcción de la racionalidad pública.

La Orestiada es fundamentalmente una narrativa dramática acerca del origen de la racionalidad pública, encarnada en la actividad política y los debates judiciales. Constituye asimismo un elogio de la vida civilizada, en oposición a la vida de los “bárbaros”, aquellos que aun confían en la violencia como medium para la regulación de las relaciones sociales. La política aparece como una forma de vida que permite afrontar y resolver los conflictos interhumanos a través de la argumentación y el entendimiento común. La tragedia constituye la expresión simbólica de una profunda transformación en la manera de comprender y vivir la vida humana. Una transformación no definitiva e irreversible, puesto que el lamentable recurso a la violencia y la venganza sigue siendo una opción posible – ya que no razonable - para determinadas cosmovisiones sociales de corte fundamentalista.

Tanto en la tragedia como en la política, los conflictos de valor son considerados constitutivos de la vida práctica y la racionalidad que le es propia[35]. Reconocemos conflictos éticos en aquellas situaciones en las que nos vemos forzados a elegir entre cursos de acción que resultan incompatibles o incluso entre valores inconmensurables que no podemos de facto realizar simultáneamente. Si los valores chocan entre sí, es preciso deliberar y optar, aun sabiendo que la elección podría implicar pérdida o lamentación. En ocasiones, debemos elegir entre alternativas que consideramos buenas, pero debemos renunciar a alguna de ellas. O tenemos que elegir entre alternativas que estimamos como negativas, desafortunadas o funestas; incluso, en determinadas circunstancias, abstenerse de actuar puede constituir un evidente mal para nosotros. La tensión valorativa estriba precisamente en que las razones que apoyan nuestra decisión no anulan aquellas que sostienen la alternativa rival como una opción valiosa en sí misma.

Una de las más importantes aspiraciones de la ética trágica consiste en saber reconocer la especificidad de estas formas de colisión práctica, así como su carácter ineludible en muchas situaciones de la vida ordinaria. El énfasis educativo en el cultivo de la deliberación práctica y la purificación del juicio apunta a formar en el agente ético y político hábitos, disposiciones afectivas y modos de pensar que hagan justicia a la complejidad de las circunstancias conflictivas, y que nos ayuden a elegir siendo conscientes de la pérdida que muchas veces ello conlleva. No existe una solución a priori para tales conflictos; no disponemos de ningún procedimiento universal o cálculo algorítmico que resuelva para nosotros el problema de qué decidir necesariamente en estos casos: no hay manera de escapar a la dura tarea de examinar el contexto concreto de nuestro dilema, discernir acerca de los bienes o males contrapuestos y elegir actuar de alguna forma[36]. El caso de Agamenón resulta ejemplar a este respecto. Los dioses impiden a los aqueos emprender el viaje hacia Troya; han puesto como condición para que los ejércitos puedan hacerse a la mar que el rey consienta en sacrificar a su hija Ifigenia ante los altares de Artemisa. Confrontado por el designio divino, Agamenón se ve forzado a optar entre el amor que profesa a su hija y el compromiso que guarda con la observancia de la xenia – el valor ético–cívico de la hospitalidad -, vínculo sagrado que el mismísimo Zeus protege. Desgarrado ante la perspectiva de elegir entre dos terribles opciones, recuerda el coro las lúcidas y dolorosas palabras del rey:








“¿Qué alternativa está libre de males?” [37]








Esta es una realidad que el propio Orestes experimenta intensamente al confrontarse con el dilema de si debe o no vengar a su padre. Sabe que debe respetar la sangre de su madre – que es su propia sangre – y sabe que tomar la vida de Clitemestra desatará contra él la ira de las erinias, las terribles servidoras de Díke. Pero sabe también que debe honrar la Casa de su padre, su estirpe, y debe pensar en el demos argivo que padece la tiranía de Egisto y debe ser liberado de ella. Debe tomar en cuenta que el propio Apolo protege la causa de su venganza, que el oráculo del dios ha acogido su dolor y le ha aconsejado tomar la vida de Clitemestra, a pesar de las consecuencias que hacerlo generará. Orestes debe examinar críticamente los bienes rivales, y decidirse a seguir un curso de acción sin dejar de admitir el valor intrínseco de la opción a la que ha renunciado. Debe purificar su propio juicio. Sabe que no actuar es una alternativa que tendría graves repercusiones para su vida y su ciudad.









“CLITEMESTRA – Hijo mío, tengo la impresión de que estás dispuesto a matar a tu
madre,
ORESTES - ¡Tú – no yo – es quien va a matarte!
CLITEMESTRA -
¡Míralo bien!¡Guárdate de las rencorosas perras, de las vengadoras de tu
madre!
ORESTES - ¿Y cómo voy a evitar las de mi padre, si esto lo
abandono?
CLITEMESTRA - ¡Todo es inútil!¡Cómo si me pasara la vida
lamentándome junto a una tumba!
ORESTES – El hado de mi padre determina tu
muerte.”[38]









El conflicto que enfrenta Orestes no es exclusivamente personal; no sólo está en juego el honor mancillado de su padre, también el futuro de la pólis depende de su elección de convertirse o no en el vengador del infeliz Atrida. La tragedia muestra, no obstante, que la decisión de Orestes no deja de ser altamente censurable: es claro que matar a Clitemnestra despierta legítimamente la furia de las hijas de la Noche (pero también resulta claro que renunciar a la venganza desencadenaría la ira de los olímpicos). El hecho que la votación celebrada entre los ancianos de Atenas haya concluido con un empate revela que aun para los notables de la ciudad es posible reconocer que existen buenas razones para que Orestes sea entregado a las erinias y pague por su delito. El propio príncipe reconoce la gravedad de su crimen, así como su carácter premeditado: en el juicio, interpelado vehementemente por las erinias, admite que el asesinato de su madre no tuvo lugar en un rapto de locura[39]. Este crudo pero honesto testimonio y el peculiar ejercicio de recuperación de la memoria que supone tiene una particular importancia en la discusión: Orestes no pretende negar el delito o minimizar su gravedad, quiere mostrar las razones y los bienes que lo llevaron a actuar de ese modo. El recurso al oráculo de Loxias, la gravedad del asesinato de Agamenón, la necesidad de restaurar el sistema político libre en Argos – además de la escasa simpatía de Atenea respecto de los vínculos de la maternidad – inclinan la balanza hacia la causa de la salvación de Orestes.

Sin embargo, más allá del resultado final del juicio, lo relevante y profundamente aleccionador desde el punto de vista de la ética y desde la perspectiva del poder es la asunción de la nueva forma de la justicia, el procedimiento público de la deliberación cívica. El elemento crucial es el cambio de paradigma de la justicia, la construcción de un foro público en el que puedan ser considerados críticamente los conflictos que afectan la vida de la comunidad. No se trata de anular los conflictos prácticos, sino afirmar un sistema de instituciones en los que estos puedan ser afrontados discursivamente. Las utopías totalitarias han caracterizado sus programas ideológicos (lo sabemos, lo hemos vivido) por la pretensión de absolutizar un valor social y moral importante – en algunos casos la justicia social, en otros la igualdad o las libertades del individuo desvinculado – sin percibir la significación comunitaria de otros valores que podrían oponérsele en determinadas situaciones. La violencia ha sido para esos credos totalitarios una herramienta para intentar eliminar esa heterogeneidad y la diversidad de posiciones políticas que la expresan. Hegel en ha mostrado con peculiar profundidad – en las figuras correspondientes a la “conciencia infeliz” y a la “ley del corazón y el delirio de la infatuación”, desarrolladas brillantemente en la Fenomenología del espíritu.- la patética ceguera voluntaria que ella entraña en la teoría, y la actitud terrorista que ella despliega en la práctica cuando logra encarnarse socialmente[40]. En contraste, para la conciencia política “pluralista”, un régimen político razonable y libre es aquel que cuenta con estructuras legales y espacios públicos que hacen posible la coexistencia (muchas veces tensional) de la diversidad de valores y posiciones en conflicto[41]. La estabilidad constituye un bien importante, que puede en determinadas circunstancias rivalizar con la justicia o las libertades como eje de las políticas públicas. La forma en que estos conflictos se “resuelven” (puntualmente, provisionalmente) está mediada por los modos de interacción y debate cultivados en “el diálogo en las asambleas”.

La construcción de una estructura pública en la que pueden desarrollarse el diálogo ciudadano sienta las bases de la posibilidad de “vencer nuestra rivalidad en el bien”, es decir, de lograr la reconciliación. No se trata solamente de restablecer el “orden” – eso también lo logra, a su manera, el esquema conceptual basado en la venganza; en el plano del estado, también es algo que puede asegurar un régimen despótico; se trata del temible y patético “orden” de los cuarteles y los cementerios – sino de erigir un sistema de instituciones fundado en la política, esto es, la capacidad de los agentes de configurar un proyecto común de vida a través del debate público y la acción concertada. Este mundo nuevo supone – para hacerse efectivo - tanto la observancia de procedimientos deliberativos de entendimiento común como las disposiciones de carácter y juicio para formar parte activa de un proyecto de vida. Los espacios comunicativos correspondientes a los foros de la participación política como a los escenarios judiciales buscan no eliminar la colisión de perspectivas, intereses o razones rivales si no a regularlas – “vencerlas” – a través de una hexis, una forma libre y compartida de vivir desde y en el logos.

Este es el telón de fondo – el “horizonte” mítico - trágico, esto es, narrativo – desde el cual encuentra su legitimación y tiene lugar la formación y katharsis del juicio político. La afirmación de la justicia pública y la amistad cívica como superación de la violencia en tanto medium del mundo de la convivencia social opera como relato fundante de lo político: esta es la única alternativa razonable a la crueldad y la venganza. La memoria de la experiencia de la violencia sufrida llama la atención acerca de la verdad de este dilema. La sangre o la Palabra, aprender lecciones de los hechos o de los amigos. A tantos siglos de Esquilo y Eurípides, este sigue constituyendo nuestro inquietante predicamento. La tentación del uso de la fuerza en desmedro de la política para resolver nuestras diferencias sigue haciéndose presente en el ánimo de nuestras autoridades y compatriotas. Los terribles acontecimientos de Ilave nos muestran hasta qué punto estamos en el nervio mismo del dilema trágico. En ocasiones, la desconfianza del ciudadano común en sus propios poderes de convocatoria y movilización alimentan este pre-juicio. La tragedia de Orestes nos recuerda las posibilidades del juicio político como locus articulador de las formas razonables de convivencia social.









(*)Publicado en Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.
Agradezco los comentarios de Alessandro Caviglia, Víctor Hugo Miranda, Raschid Rabí y Arturo Rivas, que han sido de gran utilidad para la elaboración de este ensayo. Una primera versiòn de este artìculo fuè expuesto en el Congreso Iberoamericano sobre Tolerancia, en la Pontificia Universidad Católica del Perú en enero de 2004.
¡**) Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el Instituto Juan Landázuri y en el Instituto Superior “Juan XXIII”.

[1] He desarrollado el tema de la CVR más directamente en mi artículo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil en el Perú” en: Miscelánea Comillas Nº 62 Madrid, UPCo 2004 pp. 243 - 271.
[2] Me he ocupado de la discusión contemporánea del concepto de práctica en “La comprensión como práctica social. El concepto de regla, Charles Taylor y la hermenèutica de las ciencias sociales” en: Villar, Alicia y Miguel Garcìa – Barò (Editores) Pensar la solidaridad Madrid, Universidad Pontificia Comillas 2004 pp.441 – 464.
[3] Esta manera de entender las cosas se remonta al debate generado por la obra de Kuhn The Structure of Scientific Revolutions Chicago, University of Chicago Press, 1970 ” 2da. Ed.; esta discusión es continuada luego con lucidez en MacIntyre, Alasdair “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” en: The monist, 60(4), 1977, pp. 453-472 e idem, Tras la virtud Barcelona, Crítica 1987, cap. 15. Véase también Taylor, Charles “La explicación y la razón práctica” en: Argumentos filosóficos Barcelona, Paidós 1997, pp. 59-90.
[4] Cfr. “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil” op.cit.
[5] Tubino, Fidel “La recuperación de las memorias colectivas en la construcción de las identidades” en: Hamann, Marita y otros Batallas por la memoria Lima, PUCP-UP-IEP 2003 pp. 77 – 105.
[6] MacIntyre, Alasdair Tras la virtud op.cit. p. 267.
[7] He desarrollado la idea de crítica inmanente en "El lugar de la crítica" en: HYBRIS N° 1 (1997) pp. 9-12.
[8] Sobre este punto puede revisarse el magnífico ensayo de Augusto Hortal sobre la relación entre el pensamiento ético y el cambio social. Confróntese Hortal, Augusto “Los cambios de la ética y la ética del cambio” Madrid, Sal Terrae / Fe y Secularidad 1990.
[9] MacIntyre, Alasdair “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” op.cit.
[10] Véase por ejemplo, el caso de una familia del valle del Apurimac, que convive con los restos de su hijo, muerto en tiempos del conflicto armado interno, evocado en un artículo de Guillermo Nugent. Cfr. Nugent, Guillermo “Para llegar al suave pueblo de la memoria” en Hamann, Marita y otros Batallas por la memoria Lima, PUCP-UP-IEP 2003 pp. 16 – 7.
[11] Poética 6, 1449b 23.
[12] Cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995.
[13].Nos ocuparemos de este tema infra.
[14] Ret. II,8 1385b.
[15] Ret. II,5 1382ª 20 y ss.
[16] Véase sobre este punto Nussbaum, Martha Justicia poética Santiago, Andrés Bello 1999.
[17] Agamenón 176 –180.
[18] Antígona 104.
[19] El término es usado por Cicerón en De Officis, y es reactualizado por Judith Shklar. Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988.

[20] Véase Arendt, Hannah La condición humana Barcelona, Paidós 1997 pp. 59 y ss.
[21] Cfr. Gamio, Gonzalo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil” op.cit.
[22] Sobre el tema general de la justicia en la cultura griega, consúltese MacIntyre, Alasdair Tras la virtud op.cit., caps. 10 – 12; idem, Justicia y Racionalidad Barcelona, Ediciones internacionales Universitarias 1994; Williams, Bernard “La justicia cmo virtud” en: La fortuna moral México, UNAM 1993, pp. 110 - 122.
[23] .Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976.
[24] Coéforas Estrofa 4° y Antistrofa 4°.
[25] Hermana de Orestes e hijo de Agamenón.
[26] Coéforas 117 y ss.
[27] Agamenón 1309.
[28] Hegel, G.W.F. Principios de la filosofía del derecho. Madrid: EDHASA, 1986, p. 165.
[29] Euménides, 312 – 320.
[30] Ricoeur, Paul “Sanción, rehabilitación, perdón” en: Lo justo Madrid, Caparrós 1995 p. 183 y ss.
[31] Euménides, 482 – 484. (Las cursivas son mías).
[32] Ricoeur, Paul “Sanción, rehabilitación, perdón” op.cit. p. 184.
[33] Ibid, p. 185.
[34] Euménides, 970 – 975. (las cursivas son mías).
[35] Sobre el problema del vínculo entre los conflictos y la racionalidad práctica puede confrontarse Williams, Bernard “Conflictos de valores” en: La Fortuna moral México, FCE 1993, (quinto ensayo) e idem "La congruencia ética" en Raz, Joseph El razonamiento práctico México, FCE 1985 pp. 171-207. Véase también los trabajos de Isaiah Berlin, Martha Nussbaum y Oswaldo Patterson sobre el mismo tema. Cfr. Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad Barcelona, Península 1998 pp. 21 – 37 ; Nussbaum, Martha La fragilidad del bien op.cit. especialmente el cap. 2; Patterson, Oswaldo La libertad . La libertad en la construcción de la cultura occidental Santiago, Andrés Bello 1993, cap. 7.
[36] Me he ocupado de este problema en Gamio, Gonzalo “Ética, contacto humano y utopía tecnológica” en: Miscelánea Comillas Nº 60 Madrid, UPCo 2002 pp. 515-543; puede revisarse también Idem, "La sustancia ética. Vida buena, libertad subjetiva y sociedad moderna" en: Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999 pp.55-88.
[37] Agamenón, 211.
[38] Coéforas, 920 – 928.
[39] Euménides 592.
[40] Véase Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1987. Consúltese el último capítulo de la sección “Autoconciencia”, y la segunda parte de la sección “Razón” – correspondiente a la razón actuante.
[41] El término es de Isaiah Berlin, y expresa esa sensibilidad ética y política frente a la realidad práctica que plantean los conflictos. Este es un tema que atraviesa toda su obra filosófica.

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