miércoles, 19 de agosto de 2009

AUTORREFLEXIÓN Y PERTENENCIA CULTURAL*





Gonzalo Gamio Gehri


La tradición liberal ha puesto énfasis en la capacidad de examinar la propia cultura – e incluso modificar parcialmente su ámbito de influencia en la propia vida – como condición para el efectivo ejercicio de la libertad. Esa misma tradición considera que una comunidad política democrática protege la potestad de los agentes de emprender esa clase de trabajo crítico sin impedimentos externos (provenientes, por ejemplo, de las autoridades políticas o religiosas del lugar) y asegura la existencia de canales institucionales que permitan que esa actividad pueda ser llevada a cabo y ser expresada en público y en privado. La represión de esta libertad constituye una forma manifiesta de violencia. El individuo tiene derecho a comunicar lo que considera valioso, y a cuestionar lo que considera pernicioso para su vida y para la de los demás (bajo el supuesto de que está dispuesto a admitir las críticas que eventualmente puedan dirigirse contra su propio punto de vista, en el marco del libre juego de la argumentación).

No obstante, la capacidad de examinar críticamente la cultura (o las culturas) que habitamos no implica que dicho examen tenga lugar a expensas de la cultura. El proceso de la crítica no supone la desvinculación respecto de un horizonte cultural. Podemos cuestionar severamente aspectos relevantes de nuestra cultura; podemos contribuir decisivamente al cambio de las mentalidades e introducir modificaciones en las prácticas sociales y las instituciones instaladas en nuestro ethos. Del mismo modo, a través de la interacción con otras culturas nos es posible construir una perspectiva crítica respecto de nuestra propia cultura: los propios Derechos Humanos constituyen un producto de esa interacción. Todas estas operaciones mantienen la explícita referencia a horizontes culturales específicos. No existe la perspectiva desde ninguna cultura.

Las culturas constituyen el horizonte desde el cual producimos las condiciones de nuestra vida, desarrollamos nuestros vínculos afectivos, sociales y políticos, y desarrollamos el discernimiento práctico. Las formas de socialización que constituyen nuestro sentido del yo están instaladas en culturas vivas. No podemos separar sin más los procesos de discernimiento de sus fuentes histórico-sociales, como si las culturas ofrecieran solamente los “insumos sustanciales” y la autorreflexión constituyese una especie de “sistema” abstracto que produjese el juicio y la elección. La deliberación y la crítica constituyen prácticas sociales tanto como las formas ordinarias de participación comunitaria. Solemos aislar – erróneamente – la actividad crítica de la inscripción cultural porque tendemos a pensar las culturas como sistemas de creencias cerrados y homogéneos (“tradiciones”, en el sentido en que el iluminismo usaba este término). Las culturas no constituyen credos monolíticos e inmóviles, que sus usuarios observan sin alteraciones ni cuestionamientos. No son los líderes de la comunidad los que “definen” los contenidos del ethos: son los usuarios de la cultura los que la ejercitan, modifican y adaptan a partir de una amplia gama de arreglos sociales y transacciones humanas complejas: composición y comparación de narrativas, debates, negociaciones, etc. Como ha señalado agudamente Seyla Benhabib, “Cualquier visión de las culturas como totalidades claramente definibles es una visión desde afuera que genera coherencia con el propósito de comprender y controlar. (…). Desde su interior, una cultura no necesita parecer una totalidad; más bien, configura un horizonte que se aleja cada vez que nos aproximamos a él[1].

La deliberación práctica y la elección constituyen prácticas sociales que se inscriben en la dinámica de las culturas, en sus tensiones internas y, también – en ocasiones – en los conflictos interculturales. Es en el seno de las culturas que encontramos las opciones vitales que tenemos que ponderar en razón de su significación y valor. Es en el interior de las culturas donde adquirimos competencias que nos permiten evaluar y distinguir lo “significativo” de lo “trivial”, lo “correcto” de lo “incorrecto”, y así en otros casos. La configuración de los estándares de lo que es importante para la vida son fruto de nuestras interacciones ordinarias, los procesos educativos en los que nos insertamos, las discusiones en las que participamos. Lo que se pone en juego en casos conflictivos es precisamente la validez de nuestros estándares hermenéuticos de aquello que es importante para nosotros – aquello que contribuye a “mejorar” la vida – a la luz de experiencias de crisis.

Si lo que buscamos es potenciar espacios para el florecimiento de la empatía y el diálogo intercultural - así como el desarrollo de la razón práctica – debemos concentrarnos en el trabajo específico de la crítica cultural[2]. No es posible examinar los códigos culturales, para suscribirlos, para modificarlos o para tomar distancia frente a ellos sin insertarse en la racionalidad que los constituye y los hace inteligibles. Defender el universalismo moral implica incorporar al otro – más allá de nuestras eventuales discrepancias respecto de sus creencias, filiaciones y costumbres – en la esfera de nuestros vínculos empáticos y compromisos morales. Supone también percibir al otro como titular de Derechos que debemos respetar y proteger. Ninguna de estas acciones y propósitos puede llevarse a cabo prescindiendo de la referencia a las culturas.


*Esta nota es un brevísimo adelanto de un ensayo que aparecerá en un libro compartido sobre Cultura de Paz y DDHH (PUCP)
[1] Benhabib, Seyla Las reivindicaciones de la cultura op.cit., pp. 29 -30 (las cursivas son mías).
[2] Cfr. Tubino, Fidel “En defensa de la universalidad dialógica” en. Giusti, Miguel y Fidel Tubino (editores) Debates de la ética contemporánea Lima, EEGGLL PUCP 2007 pp. 77-95.

5 comentarios:

Diego dijo...

Estimado profesor Gamio,

En la tradición liberal se ha justificado la modificación de la cultura en aras de imponer un modelo ideológico que consideraba que sus fundamentos respondían a valores universales y que por lo tanto ayudarían a crear una sociedad ideal.

El problema es que en el caso de la tradición liberal, esta capacidad de “examinar” e “incluso modificar” la propia cultura ha llevado a que en muchas ocasiones unas elites (que se sentían iluminadas por la "luz de la razón") buscaran arrancar de manera violenta y opresiva tradiciones profundamente arraigadas en los pueblos. Supuestamente ellas eran obstáculos para el establecimiento de una sociedad democrática y por lo tanto debían ser eliminadas.

Dos ejemplos muy concretos de ello fueron la Revolución Francesa, donde se justificaron verdaderas masacres y despojos para imponer la Igualdad, Libertad y Fraternidad y lograr una sociedad laica y libre de “impedimentos externos”. Otro caso fue el México de Benito Juárez donde las leyes de la Reforma mexicana claramente buscaron imponer violentamente un nuevo modelo de cultura sobre el ya existente atacando a la Iglesia Católica y eliminando la legalidad de las comunidades indígenas. “Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.

Saludos,

Gonzalo Gamio dijo...

Hola Diego:

Lamentablemente, las ideologías que animaron los procesos emancipatorios en América Latina distan mucho de ser “liberales” en el registro que comentamos. La idea de derechos universales estaba restringida a ciertos grupos sociales, económicos y raciales. Nada más lejano a la idea de ciudadanía universal. De hecho, el ejercicio de la violencia frente a otros individuos o grupos desconociendo su humanidad es inconsistente con la filosofía práctica liberal. Cuántos crímenes se cometen en nombre del cristianismo, el liberalismo o las tradiciones. Es preciso distinguir entre las ideas y su degradación ideológica.

Saludos,
Gonzalo.

Diego dijo...

Estimado profesor Gamio,

Creo que puede ser muy útil analizar cómo se han plasmado históricamente las ideas políticas y no sólo atender a sus planteamientos puros.

En ningún momento he mencionado los movimientos de emancipación latinoamericanos.

Considero que en la esencia de los programas políticos liberales, especialmente en los países latinos, estaba la búsqueda de la transformación de la sociedad, lo que incluía arrasar con lo que se opusiera al establecimiento de un estado central, laico, homogenizador y donde el principio individualista se impusiera sobre las corporaciones y tradiciones existentes. En la práctica muchas veces estos afanes llevaron al establecimiento de dictaduras mucho más terribles que cualquier régimen absolutista europeo occidental de los siglos XVII o XVIII. Ningún monarca europeo fue tan déspota como Robespierre o como Juárez en nombre de la legalidad, la tolerancia y el progreso. En el caso del mundo anglosajón el liberalismo fue mucho más matizado y moderado, en parte por influencia del conservadurismo burkeano.

Por si tiene algo de tiempo y curiosidad por el tema le recomiendo leer para el caso de Francia el capítulo 2 (La Iglesia y la Revolución) del interesante libro de Michael Burleigh “Poder Terrenal”. Para el caso de México creo que es magistral el capítulo “El leviatán mexicano” que se encuentra en la clásica obra de David Brading, “Orbe Indiano”. (Código PUCP HIS 109 B812).

Gonzalo Gamio dijo...

Estimado Diego:

de acuerdo, importantes datos, pero no se olvide que yo no estoy hablando del jacobinismo, sino del liberalismo anglosajón posterior a Rawls.

Saludos,
Gonzalo.

César Inca Mendoza Loyola dijo...

HOLA A TODOS/AS, LES SALUDA CÉSAR INCA MENDOZA LOYOLA.

Por mi parte, poco o nada que añadir. En todo caso, rescato que se haga un fino análisis de la faceta más creativa (o menos destructiva) de la tradición liberal, aquella faceta que se trabaja desde sus líneas de vanguardia (política, cultural, moral, artística, etc.) para elaborar oportunas miradas autocríticas hacia sus (supuestos) logros históricos y las consecuencias de los mismos.

Aquí me despido hasta una nueva ocasión.