miércoles, 22 de enero de 2014

UNA NOTA SOBRE LA INTOLERANCIA







Gonzalo Gamio Gehri


Paul Valéry señaló cierta vez – lo ha recordado el sociólogo alemán Wolf Lepenies – que “la intolerancia sería una virtud terrible de los tiempos puros”[1]. Los “tiempos  puros” son los tiempos en los que se concibe a la comunidad como estructurada en torno a una visión dominante del bien o del orden de las cosas. Quienes se apartan de esta visión compartida o presentan observaciones críticas contra ella corren el riesgo de verse excluidos de la comunidad o ser corregidos – o sancionados – por ser intelectual o espiritualmente “subversivos”. El respeto a la discrepancia podía ser percibido como una inaceptable concesión al error, como falta de convicción y fortaleza doctrinal, o como un inequívoco síntoma de laxitud moral. De lo que se trata es de conducir a la comunidad a la verdad o dirigirla a la plenitud espiritual (o política). Para ello, es preciso purificar el grupo social de la confusión o del raquitismo. Cuando “tenemos” la verdad, no podemos ser blandos ni tibios cuando se trata de administrarla o de proclamarla. Lo que está en juego es la auténtica felicidad de la gente, y el destino de los pueblos. Con la verdad no se juega.

Lepenies sostiene que el caso de la Alemania nazi constituye un elocuente ejemplo de esta virulenta actitud. Se trataba de una respuesta clara a los ideales dela democracia y el liberalismo. Su enorme interés por imponer una única lectura de la historia y del sentido de lo humano lo llevó a predicar una funesta cruzada de “limpieza étnica e ideológica” que ensangrentó el siglo XX.

“Los nazis definieron su política sin ambages – y de la manera más agresiva – como una política de purificación. Repitieron incansablemente que la tolerancia era un signo de debilidad y un rasgo del liberalismo occidental, que era preciso eliminar de su país. Alemania debía purificarse, con lo cual la intolerancia se transforma en una virtud. La tolerancia era una actitud moderna, por lo que volver a la intolerancia sin una disposición anímica propicia exigía una gran fuerza de parte del individuo y una negación absoluta de la modernidad a nivel de la ideología. El intenso deseo de pureza y el rechazo de la modernidad son esenciales para el pensamiento y comportamiento intolerantes”[2].

 El caso del nazismo es la expresión radical de una actitud que podemos encontrar en nuestro propio entorno local.  El integrismo religioso - en sus múltiples versiones -  considera que la verdad y el sentido de la vida se derivan de una concepción del orden inmutable de las cosas, que entraña una visión ahistórica de la “naturaleza humana”. Los integrismos políticos – propios de la extrema izquierda como de la extrema derecha – asumen como evidente que son capaces de conocer las leyes de la historia, en un caso, o que cuentan con una teoría de la racionalidad que les permite reconstruir el comportamiento humano a partir de la ponderación de costos y beneficios privados, por el otro. Para unos el locus de la libertad es la utopía social, para otros lo es el mercado existente aquí y ahora. No faltan  incluso los ultraconservadores que pretenden combinar ambos integrismos, y que se ufanan de defender un modelo de comunidad orgánica que reproduce en la tierra los parámetros del orden natural, un modelo que pretende corregir los esquemas de la cultura política moderna. La constante en todas esas versiones del autoritarismo doctrinal es que el disenso no es valorado para la construcción de una forma de vida razonable y justa, sino que es sindicado como un penoso desvarío de la mente o de las costumbres.









[1] Lepenies, Wolf “La intolerancia, esa terrible virtud” en: Varios autores La intolerancia Buenos Aires, Gránica 2007 p. 92.
[2] Ibid., p. 93.

No hay comentarios: