lunes, 17 de noviembre de 2014

SOCIEDAD DEMOCRÁTICA, LIBERALISMO Y ESTADO ACONFESIONAL. CONSIDERACIONES DE PRINCIPIO









Gonzalo Gamio Gehri


Desde la Homilía del Te Deum se ha evocado la figura de una “laicidad positiva”, de parte de algunos columnistas afines al discurso pronunciado el 28 de julio. Se ha dicho que aunque el Estado sea laico e independiente de la Iglesia, ésta tendría el rol de guiarlo en lo que toca al señalamiento de los valores supremos de la vida humana. No estoy de acuerdo con esa descripción del Estado laico, ni con aquella explicación de las relaciones entre un Estado democrático y las Iglesias. Creo que esa interpretación (pseudo platónica, porque platónica realmente no es) resulta tendenciosa y puede reproducir precisamente las pretensiones de un Estado confesional, no compatible con una sociedad estríctamente democrática. En una nota suya publicada en Correo, Martín Santiváñez – comentando la Homilía – sostiene lo siguiente:

“Mientras más me aburro con los mensajes presidenciales, más me detengo en las homilías del TE DEUM. La de este año ha sido relevante por abordar el punto de la separación entre la Iglesia y el Estado. Toda la doctrina católica, desde Orígenes hasta el tomismo, pasando por San Agustín, ha considerado positivo el principio de "dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". De allí que el Estado sea visto como algo temporal que debe ser iluminado por el cristianismo, pero ajeno a la Civitas Dei.

Los laicistas rabiosos que quieren expulsar a la religión de la esfera pública no aspiran a un Estado imparcial. Quieren, en el fondo, una religión del Estado. El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural. El Estado siempre responde a una metafísica. Cuando se exclama "¡que la Iglesia no se meta!", detrás siempre hay una gran intolerancia ideológica que aspira al dominio totalitario del Estado. Y eso, por supuesto, no se puede permitir.

Es preciso mostrar las razones que pueden invocarse para cuestionar esas tesis conservadoras. Voy a concentrarme brevemente en las afirmaciones del segundo párrafo.No voy a ocuparme de lo establecido en el primero, únicamente advertiré algo que cualquier teólogo, historiador o filósofo señalaría de inmediato, a saber, que la independencia relativa entre el Estado y la Iglesia formulada en los primeros tiempos del cristianismo romano no puede asociarse en manera alguna a la idea de un Estado liberal laico, que supone el factum de la diversidad de doctrinas comprensivas y de la increencia, la experiencia de las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, etc[1]. Ese es el contexto histórico que nutre la idea de laicidad tal y como la entiende la teoría política. La tesis de un Estado plural laico y aconfesional es básicamente moderna, de herencia liberal y surge de la necesidad de promover las libertades religiosas y la tolerancia en un mundo diverso. La alternativa al Estado confesional no es una “religión de Estado” – como se asevera en la columna citada -, sino un Estado democrático liberal respetuoso de las creencias que las personas eligen suscribir sin coacciones. Los ciudadanos ejercen su derecho a creer o a no creer en una determinada visión de la trascendencia o de lo divino.

Un Estado laico es un Estado pluralista comprometido con los derechos y las libertades de los ciudadanos, incluidas las libertades religiosas. No establece ninguna relación de privilegio con Iglesia o comunidad religiosa alguna, con el fin de no discriminar a los creyentes que suscriben otras confesiones o que han decidido no tener creencias religiosas. Guarda una relación de cordialidad y de eventual colaboración con las  diversas Iglesias, así como con otras organizaciones de la sociedad civil, pero no brinda un apoyo especial a ninguna de ellas, por un principio de tolerancia  y justicia. Son los ciudadanos los que eligen libremente en materia de consideraciones sobre el sentido de la vida y el espíritu. El Estado sólo vela por el cumplimiento de la ley, la preservación de las instituciones democráticas y los requerimientos de la razón pública.

La aconfesionalidad del Estado liberal no implica el desconocimiento del importante valor de las creencias religiosas en la vida de mucha gente. Numerosas personas construyen su identidad y eligen sus formas de vida a partir de ideas que provienen de las religiones y de diversas concepciones del mundo. Las religiones han aportado significativamente a la formación de ideas morales fundamentales que nutren la cultura democrática. No obstante, este reconocimiento no supone que este tipo de confesiones constituyan la única fuente de los derechos universales y de la noción de dignidad humana. El liberalismo le otorga un lugar de respeto a las religiones, pero dispone que ese lugar no es el del espacio estatal. Las adhesiones religiosas corresponden a las personas y a las asociaciones en las que voluntariamente pasan parte de sus vidas.
Las distintas Iglesias y comunidades religiosas pueden intervenir en el debate sobre la justicia social y los bienes comunes, tanto como pueden hacer lo propio otras asociaciones voluntarias  que se pronuncian sobre estos temas que interesan a todos los ciudadanos, los creyentes y los no creyentes. Pueden hacerlo como una voz más en el diálogo al interior de la sociedad. Las Iglesias y comunidades religiosas no pueden marcar la pauta sin más de las políticas públicas, políticas que emprende el Estado desde consensos argumentativos más amplios y desde un lenguaje político pluralista que una sociedad compleja requiere (piénsese en el tipo de discurso construido por el movimiento por los derechos liderado por Martin Luther King Jr.; originalmente de raigambre profético, pero conceptual y políticamente convergente con el universalismo humanista y liberal).

La aseveración “El Estado no subsiste sin valores. O lo informan los valores de una ideología o influyen en él los principios del derecho natural” entraña un falso dilema, aderezado por el integrismo religioso y por el conservadurismo teológico. La idea de  la existencia de valores absolutamente inmutables y ahistóricos – arraigados presuntamente en una naturaleza humana monolítica  – ha sido severamente cuestionada desde todos los derroteros de la filosofía contemporánea.  El iusnaturalismo es conceptualmente discutible. Hannah Arendt ha señalado lúcidamente que sólo una divinidad con una visión total no condicionada por el cuerpo y por el lenguaje podría captar la naturaleza humana; nosotros, agentes finitos situados en horizontes ínter-intencionales compartimos una humana condición, que interpreta sus actividades, disposiciones y contextos.  
Esto no significa decretar la defunción del derecho natural, sino someterlo a debate con las diferentes posiciones que señalan que los valores son fruto del discernimiento razonable y finito de seres humanos finitos. El enfoque conservador no quiere discutir los cimientos epistemológicos y éticos del derecho natural, por eso se esfuerza en proponerlo como la única alternativa ante las “ideologías” y “el relativismo”, cuando eso es clamorosamente falso. Recurre al falso dilema “o nuestra doctrina o el abismo” que simplemente vicia toda reflexión seria en la materia. Es perfectamente posible, por ejemplo, que una interpretación filosófica pragmatista – falibilista, en la senda de J. Dewey y de K. Appiah – de los derechos humanos brinde buenos argumentos para sustentar principios eficaces para cautelar la dignidad y las libertades de las personas. No se trata de una perspectiva relativista ni ideológica. Constituye una costumbre perniciosa para la vida intelectual sindicar sin mayores justificaciones una perspectiva que no compartimos como “ideológica”. Quien así procede sólo busca descalificar el punto de vista rival, no confrontarlo en el plano de las razones. Suele aplicarse esa arbitraria etiqueta contra enfoques académicos rigurosos, como los estudios de género y las propuestas interculturales. La idea absurda consiste en sacar del espacio de deliberación esa clase de investigaciones incómodas para un punto de vista más tradicionalista. No existe peor enfermedad en una sociedad democrática que la represión del pensamiento crítico, perpetrado, por ejemplo, en el bloqueo de la discusión pública sobre casos difíciles, o en la prohibición de ciertos libros en algunas universidades privadas.

La afirmación “el Estado no subsiste sin valores” es verdadera, pero es una frase que carece del dramatismo que se le pretende infundir. Un Estado de derecho constitucional propio de las democracias liberales necesita valores públicos, que sostengan el sistema de derechos y libertades y que garanticen el cuidado de la justicia en materia de la convivencia social en un clima de respeto de la dignidad de las personas y de la diversidad de modos de vida. La tolerancia, el cuidado de la vida y la libertad, el trato justo, el sentido de comunidad cívica y la disposición a actuar en el espacio público para fiscalizar el poder son valores de esta clase. Estos valores públicos son expresión de un consenso razonable de diferentes concepciones éticas, religiosas o seculares. Dichos valores no descansan en una homogénea “metafísica”, no al menos en el sentido riguroso – filosófico – del término. Los valores públicos se construyen en un marco de pluralidad e interacción dialógica de diversos horizontes y enfoques.

Es por ello que esta noción de “laicidad positiva” no me parece razonable ni convincente, pues encubre la pretensión de convertir al Estado democrático – liberal en uno confesional, o el intento de impedir el proceso de secularización de la razón pública. Resulta contradictorio distinguir el Estado de la Iglesia para inmediatamente sostener que ella debe sin embargo conducir a aquel de manera irrevocable según sus principios tradicionales, negando de facto la autonomía de lo temporal (autonomía ya planteada en el Concilio Vaticano II) y debilitando las facultades de los fueros deliberativos de los agentes sociales y políticos. El diseño de las políticas de Estado es una tarea que es fruto del debate abierto de diferentes instituciones del sistema político y de la sociedad civil (y dentro de ésta última, diferentes organizaciones sociales, seculares y religiosas). El sello de la política liberal es la deliberación y el pluralismo.




[1] La multiplicidad de escuelas de heterodoxia surgidas durante el período de hegemonía teológico-política de Roma, declaradas heréticas y reprimidas durante los primeros siglos de la Iglesia – arrianos, pelagianos, donatistas, etc. – no puede contar como un signo de pluralismo, por razones obvias.

4 comentarios:

Alvaro dijo...

Si bien entiendo, la conclusion del articulo es que el estado peruano NO es un estado laico?.Desde que el estado admite que la iglesia pueda ejercer alguna tutela sobre el mismo, deja de ser pluralista, liberal y democratico, no es cierto? Quiere tambien decir que cada discurso que integra a la iglesia como ente integrante de la decision publica ( o por lo menos,como un lobby poderoso) puede ser considerado como anticonstitucional?

Gonzalo Gamio dijo...


Alvaro:

Lo que estoy diciendo es que la sociedad peruana no ha afrontado co,mpletamente el proceso de secularización de lo público, y que el Estado no se comporta en ciertos temas sensibles como un Estado laico. Un Estado democrático no admite tutelajes. Las comunidades religiosas pueden participar en la discusión cívica como parte de la sociedad civil, pero no ejercer un poder tutelar. Pueden intervenir con todo derecho en el debate y procurar persuadir con razones, como una voz más a tener en cuenta.


Saludos,
Gonzalo.

Alvaro dijo...

El tema es que la iglesia (catolica en este caso) puede ejercer una influencia mas poderosa que cualquier otra voz de otra comunidad religiosa. En ese enfoque, ciertos intereses especificos no son defendidos ni expuestos ni aplicados en el procesos de toma de decision de politicas publicas, de manera analoga. Si entramos a matizar lo religioso, eso no hace que el estado sea tambien menos laico? Lo que trato de entender es que si ''la sociedad peruana no ha afrontado completamente...''como podemos afirmar que el estado peruano es laico? No pretendo que estemos frente a un estado integrista, pero creo que estamos en una situacion que carece de adjetivo claro. No es un estado ni laico, ni confesional... o no? sino entre los dos? Esa nebulosa es como una trampa, en la que la laicidad suena como caracterizo Mandela a las democracias ligeras, como un''cascaron vacio''.Yo vivo en Francia, y el estado laico (ese adjetivo) contempla una separacion inequivoca entre estado e iglesia. Laicidad defendida incluso por la extrema derecha, conservadora y hasta catolica.En el caso peruano, autoridades publicas incluyen en sus discursos la tutela de la iglesia...Hasta la Constitucion peruana anda con contorsionismos, ya que se dice plural pero reconoce la catolica como une confesion privilegiada.Lo que trato es que se llamen las cosas por su nombre.

Gonzalo Gamio dijo...

Álvaro:

Estoy de acuerdo contigo. El Estado se declara laico, pero no procede como tal, y ese es un riesgo para la democracia. La idea extraña de una "laicidad positiva" - que yo critico aquí - encubre un conservadurismo religioso que no es positivo.

Saludos,
G.